En una iglesuela de Extremadura, en un pueblo blanquecino, un amigo te refirió esta historia. No le diste mucho crédito —siempre fue un ateo sarcástico, imaginativo e irreverente—; pero te gustó, y ahora la escribes aquí por si acaso... Y porque, si no sucedió, pudo haber sucedido...
El vulgo, fantasioso y amigo de milagrerías, tiende a ver
la intercesión de lo sobrenatural en todo lo que escapa a la esfera
de sus conocimientos, así no es extraño que pronto asediaran
a fray Benito con un heterodoxo culto. Alto, enjuto, de frente rugosa y
ceño pensativo, Benito era un religioso del monasterio de San Gervasio,
anexo a la iglesia mayor de Carrañas, aldea constreñida entre
tierras aradas y áridos montes.
Su talante reservado, su amor al estudio y al recogimiento siempre
le habían inclinado a la vida monacal, siendo su entrada en San
Gervasio, a mi parecer y sin que por eso intente poner en duda su devoción,
más motivada por estos sentimientos que por su afición a
los rezos. Lector constante de los tratados de Hipócrates, Rhazes,
Paracelso, Arnaldo de Vilanova —en un ejemplar rarísimo salvado
de la expurgación inquisitorial— y de su contemporáneo Van
Helmont, obtuvo permiso de sus superiores para cultivar un huertecillo
en un rincón del patio del convento, donde hizo crecer las más
exóticas plantas medicinales atendiéndolas con beatífica
preocupación,.
Muchas horas dedicó a controlar minuciosamente el crecimiento
de sus criaturas, la humedad de la tierra y los cambios de la luna, tantas
que hubo de recibir más de una reprimenda por descuidar sus otras
obligaciones. Pero en realidad nunca se le concedió importancia
a aquella afición, vista por sus hermanos como un inocente pasatiempo;
hasta que cierto día uno de los novicios contrajo unas fiebres y
le postraron en poco tiempo en lo que creyeron su lecho de muerte.
El enfermo deliraba, cubierto de sudor, mientras se le administraba
la extremaunción. La celda, pequeña como era, se encontraba
repleta. Su confesor estaba arrodillado a su lado, mientras el abad, el
prior y otro de los frailes rezaban quedos junto a la puerta. En una esquina
de la habitación reprimían sus sollozos los padres del joven,
unos ricos campesinos del contorno a los que se les había concedido
la venia de acompañar a su hijo en sus últimos momentos.
El murmullo de las oraciones ahogaba los jadeos del agonizante, cada vez
más apagados. Repentinamente, el abad notó unos golpecitos
en su hombro. Giró la cabeza y vio detrás de él a
fray Benito, que hizo una inclinación reverente.
—¿Qué deseáis, hermano? Ved que no es momento
para necedades.
—Disculpadme, padre; he oído comentar en el refectorio que
el hermano Agustín se encuentra muy mal.
—Así es. Dios le abre las puertas del cielo.
—Pues creo tener algo que podría aliviar sus sufrimientos
—apuntó, bajando la vista con timidez.
—¿Aliviarle? ¿Y de qué se trata?
—Es la corteza del árbol que obtuve con unas semillas traídas
de las Indias. He leído que resulta un buen remedio para las calenturas.
El viejo abad se acarició su barba rala, dudando unos instantes.
Al final se decidió y mostró con un ademán su consentimiento.
—Está bien. Dios puso las plantas en la Tierra para uso de
los hombres; no pienso que haya ningún mal en ello.
Con una sonrisa de satisfacción, Benito se acercó
a la cama. Vertió un poco de agua en un cuenco y le añadió
unas sales, tomadas de la bolsa de cuero que llevaba. Con un estilete removió
el líquido y lo acercó a los labios del enfermo. Poco a poco
consiguió que apurara la medicina y, apartándose, se dispuso
a esperar. Complacido observó que media hora más tarde su
paciente dejaba de delirar. Tres días después, tras repetir
las tomas de sales periódicamente, se incorporó restablecido.
No hay ni qué decir que a los alborozados parientes les faltó
tiempo y bocas para extender la historia del milagro por toda la comarca,
y poco tardaron en recibir a las puertas del monasterio los primeros enfermos
demandando el auxilio de fray Benito. Esto turbó muchísimo
al monje, que veía peligrar la tranquilidad necesaria para sus estudios;
pero los preceptos de su orden le obligaban a auxiliar a los menesterosos,
cada día en mayor número.
En su acoso constante, pronto las bandadas de dolientes colapsaron
el buen hacer del convento y fue preciso instituir un día semanal
para atenderlos. Cada viernes el fraile, con la ayuda de varios hermanos
a los que había instruido brevemente, palpaba vientres, auscultaba
pechos y suministraba emplastos, friegas y bebedizos. Descubrió,
con sorpresa al principio y secreta complacencia más tarde, que
tal era su fama y tan grande la confianza que todos en él depositaban
que muchos enfermos de aprensión curaban de un modo prodigioso con
la simple imposición de sus manos. Lo cual aumentó inevitablemente
su reputación de milagroso.
De todos los rincones de la región llegaban los enfermos
hasta Carrañas, buscando esperanzados el remedio de sus males: de
Zafra, Trujillo, Jerez o Plasencia; andando, con mulas o carros y, los
más afortunados, a caballo. Incluso se dice que acudió un
noble desde la corte para pedir secretamente un escapulario para el Rey.
Fue en uno de estos concilios de afligidos donde oyó fray
Benito por primera vez, brotando de unos trémulos labios llagados,
la palabra «santo», epíteto que se hizo de uso común
entre cuantos recibieron sus servicios. Revestido de falsa modestia, él
negaba todas las alabanzas, pero en su mente el gusano de la vanidad había
empezado el trabajo.
Por las noches, a solas en su celda, mil ideas obsesivas le roían
sin otorgarle descanso. Sonreía para sí, pensando en cuán
merecida tenía aquella fama; en las horas que había pasado
estudiando los viejos códices, mientras los otros monjes reían
su excentricidad; en las dolorosas ampollas que se habían levantado
en su piel removiendo la tierra para sus plantas. Llegó a presentársele
la idea, barrido todo resto de pudor, de que realmente Dios le había
enviado todos aquellos enfermos para mostrarle su condición de elegido.
Y era en esos momentos, en lo más excelso de sus sueños,
cuando notaba la dureza del camastro bajo su espalda, la humedad de la
estancia y la pobreza con la que se premiaban tantos esfuerzos. Entonces
lloraba, con más rencor que dolor.
Fueron muchos días de doble tormento. Por una parte sentía
la vanagloria de su santidad, de la que ya no dudaba; y por otra le exasperaba
que, aunque el pueblo la cantaba a los cuatro vientos, sus superiores no
se pronunciaran, mientras recibían con placer las abundantes ganancias
en limosnas y ventas de cirios, estampas y escapularios.
Es difícil conjeturar en qué momento urdió
su terrible plan. Las ideas más oscuras se van gestando poco a poco,
hurtándolas a la conciencia, mostrándose lentamente hasta
que el intelecto las acepta y las da a la luz como a un hijo monstruoso.
Quizá podamos atribuirle un ápice de locura en su descargo.
Lo cierto es que una mañana, apenas salido el sol y tras una de
sus frenéticas noches de calvario, empezó a preparar cierta
receta secreta... Una receta destinada para él mismo.
Por aquel entonces era costumbre en Carrañas que a la muerte
de uno de los religiosos de San Gervasio se expusiera su cadáver
en la iglesia para celebrar las exequias. Fray Benito había decidido
dar una espectacular demostración del favor de la Divinidad hacia
su persona. Machacando y extrayendo el jugo a ciertas hierbas y a un llamativo
hongo de caperuza roja criado en la umbría de la sierra cercana,
y disolviéndolo todo en alcohol, había confeccionado un casi
mágico elixir de propiedades sorprendentes. El que lo ingería
caía en un profundo sopor primero, para sumirse en seguida durante
doce horas en un estado de inconsciencia semejante en todo a la muerte.
Su plan era muy sencillo: tomar la droga para que sus hermanos creyeran
que había fallecido durante el sueño. Sin duda llevarían
su cuerpo amortajado a una capilla de la iglesia mayor, donde pronto el
pueblo se congregaría, curioso o dolorido. Aún hoy la muerte
es una fiesta nacional en España. Allí, ante los pasmados
ojos de los aldeanos, volvería aparentemente a la vida y demostraría
de una manera definitiva su indiscutible santidad.
Antes de beber, fray Benito miró unos instantes el líquido
ambarino. Sonriendo ante la imagen de pavor sacro que presenciaría
al despertar, acercó la copa a sus labios...
En el templo, donde entre cuchicheos tu amigo te narró este
relato, el silencio era pesado. Sólo lo quebraba el tímido
taconeo de las mujeres volviendo del confesionario y la voz monótona
y adormilada del sacristán, que mostraba a dos turistas los relicarios.
Lo recuerdas todo perfectamente mientras escribes: cómo te contó
que los religiosos encontraron a fray Benito en su cama, pálido,
los miembros rígidos, sus párpados entreabiertos, y cómo
llevaron su cuerpo a la iglesia, llorando su muerte.
Te explicó la sensación causada por la noticia entre
los aldeanos, que acudieron de muchos kilómetros a la redonda para
verle por última vez, quizás esperando en su interior algún
portento. Y cómo, viendo su cadáver preparado para la sepultura,
alguien quiso tomar un pedazo de su hábito, luego otros desearon
unos mechones de su cabello y finalmente todos se arrojaron con devoción
sobre el féretro. Regocijándose ante tu horror, te relató
alegremente cómo de un modo inexplicable brotaron cuchillos de jubones
y sayos, y que, a pesar de la fútil resistencia de los monjes, en
su fiebre por lograr una reliquias del santo los enardecidos campesinos
acabaron por desmembrar a fray Benito.
Ahora por toda Extremadura se puede encontrar un brazo amojamado
aquí, un pie y una mano allá, una costilla, su corazón
o su cabeza. Todo ello reverenciado con particular adoración.
Con una mueca de repugnancia recibiste el final de la historia.
Dirigiste una última y aprensiva mirada al interior de la iglesia
y te encaminaste hacia la salida. Mientras esperabas junto a la puerta
a tu compañero, que había quedado atrás, alcanzaste
a oír al sacristán narrar a sus oyentes el último
milagro del santo: cuentan que, mientras le despedazaban, abrió
los ojos, gritó y manó la sangre como si estuviera vivo.